viernes, 25 de mayo de 2012

CONSTITUCIONALISMO Y DERECHOS HUMANOS, Por Álvaro Sepúlveda Franco (1)


Alvaro Sepúlveda Franco
Docente Univalle


Resumen

Las reformas constitucionales de los 90 en los países del continente obedecieron a la  metrópoli y no a las agendas nacionales; tuvieron designios económicos como crear ambientes favorables a las inversiones de capital que subordinaron el tema de los derechos humanos. Así lo prueba el derrotero constitucional americano durante el periodo, que a pesar de las diferencias de cada país mostró en la mayoría de ellos practicas similares. La fuerza unificadora de dichos procesos estuvo en las imposiciones de los organismos multilaterales representadas en el gobierno y otras agencias de los Estados Unidos, y en el caso particular de Colombia produjo la contradicción hasta ahora insalvable entre el Estado Social de Derecho que preconiza la Constitución del 91, garantista de los Derechos Humanos, y la ortodoxia económica trazada, de corte neoliberal, como tendencia opuesta. Sin embargo, el carácter exógeno de las fuerzas reformadoras se matiza destacando las persistentes y variadas resistencias populares que en nuestro país exigían cambios profundos y fueron también incidentes en el hecho constituyente del 91.
Palabras claves: Estado Social de derecho,  Democracia, Reforma Constitucional,  Derechos Humanos.

 Abstract
The constitutional reforms of the countries of the continent in the decade of 90 resulted from metropolis and not national agendas; They had economical plans as create favorable environments to the capital investments that subordinated the main Human Rights issue. This is evidenced by the Constitutional American course during the period that despite the differences between each country, it showed in most of them similar practices.

The unifying force of such processes was in the impositions of multilateral organizations represented in the government and other agencies of the United States. In the particular case of Colombia it produced the contradiction, so far insurmountable between the “social democratic state governed by the rule of law” that advocates the 1991 Colombian constitution -guarantor of human rights- and the economical orthodoxy traced, Neo-liberally oriented, as an opposite trend. Nevertheless, the exogenous nature of these reformer forces is nuanced hihgligthing the persistent and diverse popular resistances that demanded in our country deep changes and those were important too onto the constituent fact of 1991.

 Key words:  Rule of law, Constitution, Democracy, Constitutional Reform,  Human Rights.

INTRODUCCIÓN.
La fórmula que da título a este ejercicio temático no está exenta de sospecha, como ustedes seguramente estarán de acuerdo: en el campo de quienes defienden y promocionan los derechos humanos siempre se cuestiona, con sobrada razón, que estos se soporten sobre los andamiajes institucionales, habida cuenta de las abismales diferencias que suelen presentarse entre unos y otros, tan protuberantes y marcadas que casi podríamos postular la osada tesis según la cual el mayor reconocimiento normativo de los derechos va en dirección diametralmente opuesta a la plena vigencia de ellos.

Ante todo, y como quiera que las categorías de análisis, hoy más que ayer, se ubican generalmente en el campo de las teorías liberales, es decir la exégesis que riñe permanentemente con la maestra vida, es notorio el hecho de que no suelen adoptarse como objeto de estudio las contradicciones antagónicas entre las formalidades del derecho y la realidad social o material de los pueblos, lo que conduce a despojar de contenido crítico circunstanciado toda aproximación al tema, reduciendo estas a meros escarceos sobre el inciso, el parágrafo y el artículo; en el mejor de los casos se adelantan estudios comparados entre la norma en cuestión y la Constitución respectiva, y contra ese definitivo límite doctrinal chocará todo intento de hacer coincidir el articulado con la vida, y no a la inversa.

Pero, ¿qué secreto mecanismo es el responsable de esa disyuntiva leyes/vida, latente en la médula de casi todos los conflictos sociales contemporáneos? La Constitución colombiana de 1991, pródiga en recetas para el bienestar común cuya futilidad ha quedado de presente en estas décadas, sin ser la única en su estilo muestra sin embargo suficientes elementos para comprenderlo. Trataremos entonces, a lo largo de estas páginas, de mostrar cómo nuestra Carta Fundamental, también llamada Constitución de la Paz, contiene en sí misma las ambivalencias que, en punto a la vigencia y garantía de los derechos humanos, la tornan esclerótica e inane, subyugada por prioridades internas superiores, como el modelo económico existente, del cual aquella se convierte en mera celestina; de paso, trataremos de mostrar también cómo no es esta una tendencia original de la legislación colombiana, sino el resultado de acomodamientos y reajustes ocurridos en el mundo real -la producción, distribución y consumo de bienes y servicios- en casi toda América Latina, para no abandonar el patio.                 

METODOLOGÍA.

Las hipótesis principales de este trabajo presumen que, a)  la ola de reformas estructurales en los países del continente obedeció a designios e intereses ubicados en la metrópoli dominante y no siempre, ni siquiera principalmente, a sus propias agendas e intereses nacionales, y, b) por pertenecer esos designios al ámbito de las prioridades económicas los derechos humanos aparecen subordinados a estas; nos apoyamos ello en una rápida observación de los aconteceres constitucionales de la región en el periodo dicho, demostrando que no obstante las obvias diferencias situacionales de cada país hubo un elemento unificador, o cordón umbilical, que uniformó los destinos continentales en punto a sus ejercicios reformistas. Por este camino podremos sustentar lo mencionado arriba, es decir que los programas y estrategias nacionales se supeditan siempre a imposiciones abiertas o veladas de las transnacionales, representadas en el gobierno y otras agencias de los Estados Unidos, para arribar luego a la conclusión según la cual, en el caso particular de Colombia, existe una contradicción hasta ahora insalvable entre la vigencia del Estado Social de Derecho previsto en la Constitución del 91, con su carga garantista de los Derechos Humanos, y el contenido neoliberal de la misma en cuanto al modelo económico impuesto, con su carga de privatizaciones, desregulación y todo lo que ello implica.

LA CUESTIÓN.
Los años noventa: crisis de los modelos institucionales imperantes
La introducción del capitalismo en la otrora poderosa y disuasiva Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, -Urss- su posterior desmembramiento y el secuencial derrumbamiento del campo socialista, bloque de poder opuesto al imperio norteamericano, todo ello ocurrido con pena y sin gloria -si se le compara con las sangrientas, dolorosas y prolongadas luchas adelantadas  para derribar a los regímenes clasistas contemporáneos o arcaicos-, constituyó el penúltimo obstáculo para la reconquista del poder político/militar mundial por parte de las fuerzas reaccionarias pro capitalistas -el último, la tenaz resistencia organizada del movimiento obrero internacional, habría de ser removido a sangre y fuego, principalmente, pero también por sustracción de materia a causa de la des-regulación laboral y la des-industrialización simultánea-; se inició así la feroz revancha social contra las principales conquistas sociales y económicas del mundo del trabajo obtenidas en los últimos cien años, se introdujeron cambios en el papel del Estado para que este interviniera sólo en función del gran capital y, en estas circunstancias, el sector considerado más débil en la cadena productiva, los trabajadores y trabajadoras del campo, la ciudad, la academia, la ciencia, el arte y la cultura, fue puesto a merced de la voracidad propia del eslabón más fuerte.

Era obvio, en esta dinámica, que las constituciones, heredadas casi todas del siglo xix y en alguna medida sensibles a esas conquistas sociales acogiendo en su seno criterios como los derechos laborales, la independencia nacional, el crecimiento económico hacia adentro y otros numerosos conceptos propios del Estado de Bienestar -conjunto de instituciones y esquemas que en este Continente podrían denominarse como el modelo de la Cepal-, resultaban ya estrechas para adaptarse a las nuevas necesidades -y posibilidades, sobre todo- del gran capital, que incorporaba a sus esquemas de trabajo todo un vademécum de contra-reformas regresivas expresadas como apertura de mercados, flexibilización laboral, reducción del Estado, desregulación económica, privatización de activos públicos productivos como la energía eléctrica y las telecomunicaciones, y finalmente la mercantilización de funciones/derechos como la seguridad social y la educación superior, para mencionar las áreas más sensibles, cuya esencia es facilitar los negocios de capitalistas tradicionales y emergentes, mejorar la competitividad, aumentar los márgenes de utilidad por el camino reducir los  costos laborales, todo ello presuntamente dirigido a estimular las inversiones y atraer el capital extranjero. 

Sin embargo, al tiempo actuaban en el escenario otras fuerzas, los movimientos sociales y políticos de oposición o alternativos, que por diversos medios disputaban al establecimiento la conducción del país y formulaban sus propias propuestas de desarrollo, resistían las contrarreformas regresivas y en más de una ocasión amenazaron seriamente la estabilidad del régimen, bien por la vía electoral -opción más fácil de capear mediante el simple expediente del fraude- o por las otras; estas fuerzas, que sin ser mayoritarias mantenían no obstante un alto nivel de lucha y gozaban de reconocimiento ciudadano, también reclamaban cambios sustanciales en el statu quo, y si bien no era su prioridad la modificación de la Carta -comprensivas como eran de la dicotomía planteada al principio- sí exigían en cambio reformas profundas y no solo maquillajes, aunque desde luego el sentido de sus reclamos era totalmente distinto y casi siempre contrapuesto al rumbo que al país querían imprimirle las fuerzas de la alianza hegemónica gobernante. De esta manera, entonces, se configuró una situación semejante a la descrita en su momento y circunstancias por el teórico revolucionario Lenin, cuya síntesis es que ni los de arriba pueden, ni los y las de abajo quieren, mantener la misma estructura de dominación.                         

Es este el marco general de la época -últimos 20 años del siglo xx- en que, como afirma Valadés, se produjeron reformas constitucionales significativas en por lo menos 79 países, algo así como la mitad de los Estados miembro de las Naciones Unidas. Que este periodo de modificaciones coincida con el hundimiento del denominado campo socialista, el advenimiento en el mundo de la actual unipolaridad nuclear (Alfredo Jaife-Rahme,) dominante y la imposición por bombarderos de la globalización económico/financiera de estirpe neoclásica, no es una mera coincidencia sino más bien el resultado -con muy pocas excepciones en las que los procesos estuvieron determinados por movimientos populares o tendencias progresistas- de una nueva correlación de fuerzas a nivel planetario, que por supuesto exigía los ajustes estructurales necesarios para mejor usufructuar, desde el bloque de poder supranacional,  las nuevas realidades; en esta hecatombe involutiva de la historia se vienen presentando, claro está,  calificadas víctimas, en sentido institucional, como la noción de soberanía nacional -fundamento de toda arquitectura republicana-; la soberanía popular -base para las modernas construcciones democráticas-; el Estado de Bienestar -condición para el progreso sostenible- y muchas otras, emblemáticas figuras del arduo camino seguido por la humanidad para instaurar y consolidar Estados, países, naciones, legislaciones, jurisprudencias  y otros conceptos, desde la herencia greco/romana hasta nuestros días pasando por el renacimiento, la ilustración y la modernidad, estadios todos ellos decisorios en la configuración de los perfiles estatales, constitucionales y legales que, en términos generales, para bien o para mal, en mayor o menor medida, permitieron el progreso de las sociedades durante siglos.

Ahora bien: hasta 1989, cuando comenzó a horadarse en gran escala el que se aparentaba sólido edificio del socialismo real con la poderosa Urss a la cabeza, el constitucionalismo era percibido como una ocupación propia de personas expertas sin que se viera clara, al menos para las grandes mayorías desposeídas, su relación con la vida cotidiana; al fin y al cabo, los años 60, 70 y comienzos de los 80 del siglo pasado habían asistido a multitudinarias, ruidosas y permanentes revoluciones sociales y políticas que arrasaban con lo establecido y, claro, la primera víctima -si así puede llamarse a quien de alguna manera victimaba- eran los ordenamientos jurídicos, las constituciones, que en el mejor de los casos pasaban a ser piezas de museo, habida cuenta de que, ahora sí, comenzaba la era del predominio de la realidad sobre la formalidad, es decir que en adelante se legislaría de facto, sobre la marcha, atendiendo a las circunstancias de apremio que la vida misma iba colocando sobre el tapete. En los países del bloque socialista, que junto al movimiento obrero internacional y los movimientos de liberación nacional -eran los estertores finales del vergonzoso sistema colonial mundial- lideraban sin duda alguna la marcha de los sucesos, poca actividad en los terrenos de la teoría constitucional o de la filosofía del derecho era observable, por cuanto la premisa central de su doctrina concebía al Estado y su andamiaje jurídico/institucional como sucesos históricos, es decir que no habían existido ni existirían por siempre, siendo  en tal medida transitorios, que habrían de ceder su predominio a favor de un derecho natural de estirpe diferente al juis-naturalismo, en tanto que el nuevo orden estaría basado en el consenso -instancia superior al Contrato Social, en ese esquema-, posible a la vez debido a la paulatina extinción de las diferencias de clase social por la desaparición de la propiedad privada sobre los medios de producción, y con ellas de su enfrentamiento mutuo, lo que finalmente haría inoficiosa toda disposición distinta a la auto regulación individual y colectiva. Por supuesto que semejante fórmula, teóricamente correcta pero incapaz de trazar prospectivas para escenarios distintos u opuestos al imaginado -que luego revelaría dramáticamente también su incapacidad para garantizar la estabilidad del régimen-, no ofrecía suficiente estímulo para una labor intelectual o académica en el campo del derecho, disciplina que en el rigor de la teoría marxista, fundamento conceptual de esas democracias populares, no debería hacer cosa distinta que estampar en normas positivas el decurso de la vida, en este caso los logros del sistema. Resumiendo, se puede afirmar que jamás se pensó, en el socialismo, que el camino para el reconocimiento o imperio de un derecho era la expedición de una norma positiva sino al contrario: todo avance social o político del Estado se estandarizaba posteriormente mediante su introducción en el Corpus Jurídico; no tenían ni el derecho ni su manifestación reglada, en este orden de ideas, el poder regulatorio, inspirador y conductor que se le suele atribuir en la civilización del libre mercado. También aquí podríamos decir que el postulado es correcto e ideal, pero en el diario vivir condujo a que la intelectualidad y la academia marxistas, por decirlo así, no ejecutaran ese movimiento de la razón y del espíritu que les condujera a pensarse el mundo en la perspectiva institucional, es decir avizorar el futuro, anticipar las dinámicas sociales en términos del derecho, del constitucionalismo no ya como una simple técnica fría y rígida sino como una ciencia social.     
Esta circunstancia, por supuesto desgraciada pero plenamente coherente con la doctrina que le daba origen, conduciría en los años del post socialismo a una curiosa situación -por quitarle el hálito de tragedia que la cubre-, consistente en que una formación económico/social en cuyos marcos llegó a vivir no hace siglos, sino ayer nada más, la tercera parte de la humanidad, no legó a esta ninguna herencia constitucional de envergadura, ningún aporte considerable en el mundo del derecho, digno de análisis y de adopción crítica, razón por la cual todo el acervo jurídico que hoy nos acompaña ha sido elaborado en condiciones del capitalismo, producido por hombres y mujeres entre quienes habrá sin duda personas brillantes, con amor por la humanidad, probablemente, pero irremediablemente determinados/as por las condiciones materiales, sociales y espirituales creadas por esta forma de organización social. Al fin y al cabo, también es de estirpe marxista la premisa según la cual es la existencia la que crea la conciencia, aunque al interior de ese marco de existencia surjan también las ideas germinales de una nueva sociedad.

Así las cosas, el fenómeno globalizador a ultranza encontró a la humanidad progresista, sinceramente democrática, casi que en condiciones de indefensión en materia de teorías y formas constitucionales de avanzada: si bien el mismo Valadés hace un vistoso repaso de las altas personalidades que en México animan la discusión y el ejercicio académicos en el campo del derecho, lista que podría ser nutrida hasta el infinito con practicantes de otros países del continente, enfrentamos por lo menos dos problemas, de enorme magnitud en la tarea de poner el derecho constitucional en sintonía con los dolores de este mundo: a) la debilidad estructural de los proyectos constitucionales alternativos, progresistas y democráticos, y, b) la acuciosidad de los verdaderos poderes en las sociedades contemporáneas, el gran capital nacional o transnacional con sus arsenales nucleares -único sostén del statu quo a escala planetaria, dice de Sousa Santos-, poco inclinados a la transacción o el debate y muy dados a la imposición.

Por ello, en tanto los círculos académicos discuten las reformas necesarias en un país determinado, ya la dinámica económica global ha trazado rumbos diferentes, que hacen inoficioso el ejercicio o la propuesta inmediatamente anterior, como señala Boaventura De Sousa Santos al constatar que el neoliberalismo globalizador hizo del derecho fácil presa de las multinacionales, implantando un esquema movedizo que pendularmente va de lo legal a lo ilegal, según los intereses geoestratégicos de la dominación y con la mirada pasiva e impotente de las legislaciones internas y sus agentes en los países/objeto. Esto ocurre mientras los pueblos de América Latina no logran aún establecer plenamente las formas constitucionales más acordes con sus realidades, y mientras, como en el caso de Colombia, ni siquiera se ha desplegado todo el contenido garantista de la carta cuando ya el conservadurismo y la nueva derecha constitucional impusieron contrarreformas regresivas a su articulado, y están logrando por vía del “Estado de opinión”, engendro del uribismo “jurisprudencial”,  severos retrocesos en su espíritu. Podemos comprobar este aserto siguiendo a Marsitella Svampa, rigurosa y comprometida investigadora rioplatense, y trayendo a colación el caso de la explotación minera en gran escala y a cielo abierto, no solo en nuestro país sino a nivel continental: cuando esta actividad venía siendo cuestionada duramente por la sociedad y no solo por el activismo ambientalista; y cuando se creía que estábamos a punto de lograr reglamentaciones severas, que la hicieran casi imposible debido a la inmensa amenaza que constituye en todos lo órdenes, resulta que es ahora una segunda fase en el modelo económico neoliberal, complementaria de la oleada original de los noventa, que ha traído consigo una “devastación institucional”, dice ella, ya que requiere de un marco jurídico ampliamente favorable a la explotación ilimitada.

Episodios actuales en nuestro país confirman, desafortunadamente, las tesis de esta autora: en donde hoy se construye la pomposa y amenazadora represa del Quimbo, territorio del Huila, desde hace varias décadas se adelantaban explotaciones mineras, unas artesanales y otras no tanto, pero en todo caso a cargo de gentes de la región; el gobierno, con el pretexto de la protección ambiental por encontrarse las minas y el área en zona de protección boscosa, expidió el año pasado un decreto prohibiendo estas explotaciones, pero en cambio firmó un contrato con la multinacional Emgesa, hispano/canadiense, para un megaproyecto cuyas primeras repercusiones funestas fueron el desalojo de la población originaria, por un lado, y la desviación nada menos que del río Magdalena; ¿no es este un típico caso de legislación a favor de los poderosos, en este caso extranjeros, para más señas? así, ¿adónde va a parar el ejercicio académico institucionalista?

Peor aún: recientemente fue aprobada en el congreso, “sin quitarle una coma” al proyecto original del gobierno, una reforma de la justicia cuyo contenido no solo es reaccionario sino francamente garante de impunidad en los crímenes de lesa humanidad cometidos en ejercicio de la parapolítica; sobre los alcances de este engendro había advertido en la revista Semana la columnista María Jimena Duzán, señalando que la misma cerraría de una vez por todas la posibilidad de castigo para criminales, terratenientes y multinacionales que habían ejecutado y/o financiado esa barbarie, y mostrando de paso cómo el establecimiento venía tomando medidas en esa dirección, como la supresión de la Fiscalía 8 de Medellín que llevaba el proceso contra Chiquita Brands por hechos relacionados que, incluso, le habían significado una condena en los Estados Unidos pero que en Colombia fueron precluidos por la Fiscalía que heredó el proceso. Es este un claro ejemplo de cómo, en esta histórica puja entre la democracia y el mercado va ganando este último ya que estas decisiones judiciales pueden interpretarse como la “confianza inversionista” que tanto se proclama en los últimos años, triunfo del mercado cuya máxima expresión es la entrada en vigencia del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos, de consecuencias no ignoradas contra la producción nacional.

Pero tal vez la más grave de todas estas gabelas es la ampliación del periodo de los magistrados de ocho a 12 años y la ampliación de la edad de retiro forzoso a los 70 años. Con esta decisión se le da un golpe mortal al sistema de pesos y contrapesos que estableció la Constitución del 91.

Pero volvamos al comienzo, para acercarnos a una conclusión: son indudables los avances derivados del acuerdo político -generosa convergencia de voluntades- que condujo a la expedición y entrada en vigencia de la Constitución de 1991, así como el significativo impacto de ella en asuntos como la democratización del Estado, la modernización de sus instituciones y, lo más importante, el vigoroso impulso a la germinación de una cultura democrática entre la ciudadanía media del país. Es indudable también, sin embargo, que algunas de las principales conquistas democráticas alcanzadas en la Carta (desde su preámbulo hasta cierto articulado específico que remite a escenarios, procedimientos e instancias progresistas), no han tenido mayor desarrollo legal ni ganado espacio político/social y que, por el contrario, los embates contra reformistas agenciados por  influyentes sectores reaccionarios han logrado imponer retrocesos. Por ello, una mirada retrospectiva sobre el devenir de la Carta en sus primeros 20 años conduce necesariamente al intento de  identificar algunas aspiraciones truncadas, la mayoría de ellas, curiosamente, en detrimento de los sectores populares, quienes mayores expectativas y esperanzas habían puesto en la histórica reforma.

Las deliberaciones y trasunto de la Asamblea tuvieron alcances extendidos más allá del recinto que la acogía; el ambiente de inusitada movilización ciudadana originario del magno acontecimiento se mantuvo durante sus sesiones y aún se exacerbó, entre otras razones por iniciativa de sus integrantes quienes consideraban necesario mantener expectante a la ciudadanía para, en un momento dado, presionar esta o aquella decisión u oponerse a esta o a aquella tentativa. Tan elevado clima de civilidad y participación ciudadana, difícilmente logrado en otros momentos de la vida nacional en asuntos de tal naturaleza, se confirma al observar que tanto las agrupaciones guerrilleras recién desmovilizadas -y en buena medida inspiradoras de la Asamblea-, como diversos grupos poblacionales minoritarios tradicionalmente excluidos (indígenas, mujeres, religiones distintas del catolicismo, entre muchos otros), presentaron ante la Asamblea, para su consideración, debate y aprobación, numerosas iniciativas y demandas de distinta índole, muchas de ellas recogidas en el espíritu o la letra del ordenamiento jurídico así forjado. El resultado de la espontánea consulta ciudadana, que en la práctica operó a lo largo del proceso como una suerte de Cabildo Abierto permanente,  no podía ser distinto: una Constitución  moderna y democrática, inspirada en una nueva concepción ideológica, con abundantes normativas garantistas y nuevas instituciones jurídicas, conquistas de las que podemos hacer el siguiente apretado resumen:

*La soberanía popular, invocada desde el preámbulo mismo de la Carta y, por ello mismo, ineludible para dirimir controversias interpretativas.
*La tajante y clara separación de ámbitos operativos entre la Iglesia y el Estado, y por tanto la reafirmación del carácter laico, no confesional, de nuestras instituciones.
*La caracterización del Estado colombiano como Social de Derecho, formulación que nivela en materia de importancia y prioridad los asuntos exegéticos con los problemas de la gente, los deberes con los derechos.
*La consagración expresa, a lo largo de su articulado, de un  amplio catálogo de Derechos Humanos, casi la totalidad de la Declaración Universal de 1948. 
*La introducción en el corpus jurídico de nuevos mecanismos para hacer efectivos los derechos, estableciendo así severos límites al poder del Estado.
*La discriminación positiva a favor de grupos vulnerables, marginados o en situación de debilidad manifiesta, como garantía de la igualdad real y efectiva, no solamente formal, de sus derechos.
*El tránsito desde la democracia representativa hacia la democracia participativa, para lo cual se introdujeron innumerables mecanismos de autogestión y control ciudadanos.
*La definitiva supresión de la figura del Estado de Sitio, vergonzosa herencia del siglo XIX y marca indeleble del atraso durante el XX.
*El reconocimiento, en la letra y el espíritu, del carácter pluriétnico, multicultural y pluralista de Colombia en lo político/ideológico, valorando la diversidad y la diferencia como fortalezas nacionales.
*El  pluralismo jurídico, coexistencia del derecho tradicional, privativo del Estado, con nuevos mecanismos alternos como la Justicia de Paz, la Jurisdicción Indígena, los Consejos Comunitarios de población afro y la Conciliación en Equidad.
*Por sobre todo, la creación de la Corte Constitucional, llamada a jugar un decisivo papel, como se ha mostrado a lo largo de estos años, en la defensa de la institucionalidad democrática y de las garantías ciudadanas.
En fin, como puede apreciarse en este incompleto resumen, la Constitución del 1991, resultante como era del puro crisol nacional en un contexto de crisis generalizada y agobiante, acertó en la búsqueda de caminos para la superación de ese estado de cosas. Para ello, y como era de esperarse dado el diagnóstico precedente, amplió las libertades y los derechos ciudadanos, reconoció valores como el pluralismo y la tolerancia, se pronunció y obró contra las restricciones arbitrarias y contra la exclusión, estimuló la participación y el fortalecimiento del tejido social, desestimó el individualismo y fomentó en cambio la solidaridad; en una palabra, trató de eliminar los atavismos autoritarios y fortalecer, en cambio, la cultura y la práctica de la democracia.
Ello explica la embriagante euforia que, justificadamente, invadió a la sociedad colombiana en su conjunto pero, dentro de ella y principalmente, a los grupos tradicionalmente excluidos, discriminados y/o perseguidos, así como a los sectores de opinión altamente sensibilizados frente a los valores de la democracia y la civilidad; no era para menos pues el texto aprobado, casi se puede afirmar, no dejaba cabo suelto en la ruta hacia el bienestar y el predominio de los derechos. Se entendía, claro está, que los problemas no tendrían solución inmediata, y que el camino sería arduo para aclimatar el nuevo espíritu de concordia nacional, pero existía consenso en considerar que al menos la normativa adoptada había satisfecho todas las expectativas creadas. La historia de los países en general, pero con mucho más rigor la del nuestro, nos enseña que la sociedad, la ciudadanía, la gente del común, suele confiar en que los problemas se resuelven por medio de Reformas Constitucionales, o en todo caso con la expedición de leyes y otros instrumentos legales. Esta tradición, aupada por la clase dominante mediante el ardid denominado ilusionismo constitucional, tuvo su momento cumbre en el caso que nos ocupa cuando, tal vez por la profunda crisis que rodeó sus pormenores, tuvo la virtud -porque así se debe calificar su impacto en la sociedad- de generar demasiadas expectativas sobre sus posibilidades reales en la vida; sobre todo, se creó exagerada confianza -del tamaño del anhelo, ciertamente- en sus alcances y  posibilidades para alcanzar  la tan esquiva paz, al menos entendida como el silenciar de los fusiles, y hasta para lograr el cambio en las costumbres políticas y frenar la corrupción.
Pues así habría podido ser, desde luego, pero en los análisis originaban esa euforia, o en la simple información que la gente recibía diariamente,  faltaba por lo general el elemento amenaza para completar el cuadro Dofa de la Carta: la labor de zapa que contra el nuevo orden adelantaban desde siempre quienes también desde siempre se opusieron a él. Con nombres propios, aunque reducidos casi a la nada en esos tiempos -ganarían mayor protagonismo después, en pleno imperio de las mafias y del paramilitarismo, su ahijado-, se encontraban al acecho gentes como Plinio Apuleyo Mendoza, Fernando Londoño Hoyos, Álvaro Uribe Vélez, José Obdulio Gaviria y otros nombres hoy casi todos “prontuariados” que aún siguen alineados en la matrera conspiración. Desde sus púlpitos laicos y con un pie en los cuarteles condenaban a la criatura sin permitirle dar los primeros pasos, persuadidos como estaban de que, por reducida que fuese la esfera de los cambios en vislumbre, era en todo caso superior al destino que estas voces le reservaban al país: nada más que el mantenimiento y profundización de los privilegios, con su inevitable corolario de arbitrariedades y abusos del Estado contra la población civil.
Pero la verdadera amenaza era el propio texto que en su entropía había introducido, junto a las conquistas celebradas, el germen de sus propias contradicciones y de su autodestrucción, pues al tiempo que prospectaba la sociedad con su amplio catálogo de garantías había estampado también, en insoportable ambivalencia, permisividad frente a modelos económicos  y medidas administrativas de marcada estirpe neoclásica, proclives a la privatización de lo público rentable y estratégico y favorables al capital privado. Se entronizaban así los principios de la que Uribe y su cohorte darían en llamar, una vez restablecidos del susto, la confianza inversionista, convertida en el fucú de la nación y de cualquier proyecto progresista.  
Sobrevino pues lo inevitable: no bien entrada en vigencia la prometedora Carta ciudadana, se desató contra ella la más tremenda ofensiva, orientada inicialmente a impedir su aplicación y enseguida a desmontarla. Los primeros en acometer la sucia y coordinada tarea fueron las bandas paramilitares de base mafiosa quienes, al fracasar en su intento de refundar el Estado, aferrados al espíritu de la Regeneración, decidieron embarcarse en la aventura de lo que en nuestros días se ha dado en llamar “captura instrumental del Estado”, en sus espacios local y regional, sobre todo, mediante alianzas con grupos y personas de la política en esas regiones, y burócratas del establecimiento.

CONCLUSIONES

Son indudables los avances que significó la Carta política concebida en el seno de la Asamblea Nacional Constituyente, pero igualmente son muchos los campos de su geografía que han quedado desiertos ya sea por ausencia de los necesarios desarrollos legislativos o jurisprudenciales o simplemente por falta de voluntad política, tesis en cuyo respaldo presentamos el siguiente resumen de asuntos pendientes:

*La tensión más fuerte de la Constitución es la que enfrenta a las promesas derivadas del texto, contenidas en la formulación Estado Social de Derecho, con las realidades que impone la vigencia de las políticas económicas neoliberales. En este sentido, los últimos ajustes como la aprobación de la Regla de Sostenibilidad Fiscal inclinan mucho más la balanza hacia el predominio del mercado sobre las personas.

*Aunque la Carta del 91 fue llamada la Constitución de la Paz, pues tenía origen en desmovilizaciones y aspiraba a completar la tarea por el camino de la reconciliación y el diálogo, lo cierto es que durante el gobierno de Uribe el país retrocedió enormemente en esta materia, pues los dos periodos de este mandatario fueron de guerra abierta sin posibilidad alguna de alcanzar la paz.

*En lugar de que el paramilitarismo, criatura del Estado como queda visto, fuera castigado según el ordenamiento legal, se le rodeó de impunidad y se le dio marcado protagonismo sobre todo en los gobiernos de Uribe.

*La pobreza y la exclusión de ella derivada han crecido desproporcionadamente, al lado de una mayor concentración de la riqueza hasta hacernos hoy el país más desigual del mundo. En este sentido, decisiones con base en las permisividades de la Carta, como la privatización de la salud, de la educación y de los servicios públicos esenciales, incidirán gravemente.

*En cuanto a la participación ciudadana, piedra angular de toda reforma progresista, se crearon numerosas instancias, hasta el punto de poder hablar de saturación de ellas, pero los ámbitos decisorios son muy limitados y no pasan de ser instancias consultivas, lo que ha desestimulado su utilización.

*Las comunidades indígenas y afro colombianas, en cuyo respaldo se produjeron importantes desarrollos normativos y jurisprudenciales, siguen siendo sin embargo víctimas de desplazamiento, despojos y situaciones insoportables de hambre y toda clase de carencias. Hoy, cuando se creía que la Ley de víctimas y restitución de tierras habría de significar una segunda oportunidad para ellas, vemos con pavor el asesinato de sus líderes y liderezas, en plena impunidad.    

*Finalmente, la crisis de la justicia continúa imparable, lo que la aleja de la ciudadanía y amenaza con hacer colapsar las instituciones, entre otras razones por la creciente impunidad, la carencia de presupuesto y el estancamiento de los modelos alternativos de justicia, por falta de apoyo estatal.

Hasta dónde y hasta cuándo resistirá el país estas tensiones es algo que solo el tiempo lo dirá, pero no deberíamos permitir que este pasara sin nuestra incidencia directa. Por ejemplo, queremos enunciar tres temas en torno a los cuales gira buena parte del interés nacional y también el sentido fundamental de la controversia ideológica y de la acción política; la manera como el gobierno -y las fuerzas políticas en general- encaren estas cuestiones y las gestionen en sentido progresista, con marcado sesgo democrático, reformador, determinará el rumbo inmediato de este país:

1)       La guerra o la paz. Ha fracasado la política de Seguridad Democrática en su propósito de liquidar o  reducir al mínimo a la guerrilla, pero en cambio ha  sido exitosa en prohijar la violación sistemática de los Derechos Humanos y en mantener al país en clima de zozobra, captando de paso, arbitrariamente, la mayor proporción del presupuesto nacional en detrimento de las áreas social y productiva. Los hechos sin embargo  han puesto de nuevo en la agenda pública no solo la incuestionable necesidad, pero también la posibilidad, que ahora se ofrece para retomar los diálogos con la insurgencia sobre bases muy firmes, con la participación activa de la sociedad civil y con propósitos orientados desde el comienzo a la desmovilización y el desarme. La actitud de gobiernos vecinos y hoy amigos, como los de Chávez y Correa, y el reconocimiento de un conflicto armado en el país, por el lado institucional y el prolongado e indiscriminado martirio que la guerra representa, son hechos de enorme peso en la decisión de las partes para reiniciar los diálogos. La guerrilla ha dado buenas señas con las liberaciones unilaterales de personas retenidas y con las declaraciones de sus líderes, el congreso ha aprobado la Ley de Víctimas y el marco jurídico para la paz y el gobierno ha aceptado la existencia del conflicto;  ¿qué esperan?

2)    La Ley de Víctimas y restitución de tierras. La aprobación por el Congreso y su posterior reglamentación  constituye un acto de audacia si se tiene cuenta que el gobierno anterior, cómplice del despojo y de los crímenes contra el pueblo, hizo todo lo posible por torpedear su gestión y, en últimas, por despojarla de toda incidencia real progresista. Si el actual gobierno atiende los reparos que justificadamente vienen planteando las propias víctimas a través de sus organizaciones, con el apoyo de sectores políticos y académicos progresistas, será posible contar con una valiosa herramienta para resarcir al menos en parte el inmenso daño que se ha hecho a más de 4 millones de personas. Esto debería conducir, entonces, a que el gobierno radicalice su posición a favor de la restitución de tierras, derrotando a esa extrema derecha opuesta al proceso, que él mismo ha denunciado. Veríamos aquí confirmada la percepción, que hasta ahora produce el gobierno, de que ha pasado la hora de los victimarios y ha llegado la hora de las víctimas.

3)    Extranjerización de la tierra. La nueva y nociva herramienta de acumulación capitalista, reñida con toda noción de progreso y desarrollo sostenible, es nada menos que la adquisición de tierras por parte de países ricos y compañías transnacionales; no es necesario ahondar mucho en ello para captar la magnitud de los conflictos que derivarán de esta nueva y regresiva forma de despojo, semejante a los procesos iniciales de colonización pos ocupación española. Si el congreso de la república no legisla drásticamente negando toda posibilidad de que Colombia ingrese a dicho frenesí neo colonizador, no queremos ni imaginarnos lo que pueda ocurrir, en un país en donde las luchas por la tierra permean todo el acontecer político de los últimos dos siglos. 

Repetimos: ¿hasta cuándo resistirá el país estas asfixiantes tensiones, que una y otra vez se manifiestan en el horizonte nacional como sombras amenazadoras? Mejor aún, ¿qué rumbo seguirá el país para superarlas? Estos interrogantes constituyen verdaderos desafíos para las fuerzas democráticas, progresistas y alternativas, tanto las preexistentes como las de reciente aparición tipo Marcha Patriótica, Mane, y algunos gobiernos locales o regionales. Estos últimos cuentan, al menos, con el estímulo representado no solo en su larga tradición de lucha interna sino también en los acontecimientos continentales, que dan cuenta de cambios significativos, rumbos diferentes y propuestas triunfales; una de ellas, verdadera centralización/sistematización de esas expresiones, el Foro Social Mundial, con su persistencia paralela a las “cumbres” del Gran Capital nos está indicando, una y otra vez, que otro Mundo es posible, y que debemos luchar por él.



BIBLIOGRAFIA

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Sartori Giovani, (1994), Que es la democracia, Bogotá, Ediciones Altamira,
Sequella Agustin, (1987),  Democracia e igualdad en América latina, Ponencia presentada en el congreso Europa y América Latina en dialogo” Munster
Valadés Diego, (2002),  Constitución y Democracia, México, Universidad Nacional Autónoma de México
Entrevistas, artículos
Jaife-Rahme, Alfredo, 2011, “En la geoestrategia mundial el orden es bipolar; en geoconomía es multipolar; y en el orden financiero unipolar” entrevista hecha por Fernando Arellano Ortiz, el Observatorio Sociopolítico Latinoamericano, Bogotá
De Sousa Santos Boaventura, 2011, “Neoliberalismo facilitó secuestro del derecho por las transnacionales, hasta el punto que la legalidad va a la par con la legalidad” entrevista hecha por Fernando Arellano Ortiz, el Observatorio Sociopolítico Latinoamericano, Bogotá
Svampa Marsitella, 2011, “Modelo Minero a gran escala además de causar miseria atenta contra la democracia y los derechos humanos en América Latina” el Observatorio Sociopolítico Latinoamericano,  Bogotá
Revista semana, artículo: “Jugando con el hambre: los millonarios negocios con la tierra” abril 7 de 2012
Revista semana, artículo: “La descuartizada” María Jimena Duzán, Sábado 12 Mayo 2012, La Constitución se nos volvió un papel que se puede reformar en beneficio propio y que puede ser manipulado por nuestra poderosa clase política.

 

                     




[1] Abogado, especialista en Instituciones jurídicas y derecho público, docente de cultura democrática y formación ciudadana en la Universidad del Valle, Director de la Escuela Ciudadana

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