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Alvaro Sepúlveda Franco Docente Univalle |
Resumen
Las reformas constitucionales de los
90 en los países del continente obedecieron a la metrópoli y no a las agendas nacionales;
tuvieron designios económicos como crear ambientes favorables a las inversiones
de capital que subordinaron el tema de los derechos humanos. Así lo prueba el
derrotero constitucional americano durante el periodo, que a pesar de las
diferencias de cada país mostró en la mayoría de ellos practicas similares. La
fuerza unificadora de dichos procesos estuvo en las imposiciones de los organismos
multilaterales representadas en el gobierno y otras agencias de los Estados
Unidos, y en el caso particular de Colombia produjo la contradicción hasta
ahora insalvable entre el Estado Social de Derecho que preconiza la Constitución del 91,
garantista de los Derechos Humanos, y la ortodoxia económica trazada, de corte
neoliberal, como tendencia opuesta. Sin embargo, el carácter exógeno de las
fuerzas reformadoras se matiza destacando las persistentes y variadas
resistencias populares que en nuestro país exigían cambios profundos y fueron
también incidentes en el hecho constituyente del 91.
Palabras claves: Estado Social de derecho, Democracia, Reforma Constitucional,
Derechos Humanos.
Abstract
The
constitutional reforms of the countries of the continent in the decade of 90
resulted from metropolis and not national agendas; They had economical plans as
create favorable environments to the capital investments that subordinated the
main Human Rights issue. This is evidenced by the Constitutional American
course during the period that despite the differences between each country, it
showed in most of them similar practices.
The
unifying force of such processes was in the impositions of multilateral
organizations represented in the government and other agencies of the United
States. In the particular case of Colombia it produced the contradiction, so
far insurmountable between the “social democratic
state governed by the rule of law” that advocates the 1991 Colombian
constitution -guarantor of human rights- and the economical orthodoxy traced,
Neo-liberally oriented, as an opposite trend. Nevertheless, the exogenous
nature of these reformer forces is nuanced hihgligthing the persistent and
diverse popular resistances that demanded in our country deep changes and those
were important too onto the constituent fact of 1991.
Key
words: Rule of law, Constitution,
Democracy, Constitutional Reform, Human
Rights.
INTRODUCCIÓN.
La fórmula que da título a este ejercicio
temático no está exenta de sospecha, como ustedes seguramente estarán de
acuerdo: en el campo de quienes defienden y promocionan los derechos humanos
siempre se cuestiona, con sobrada razón, que estos se soporten sobre los
andamiajes institucionales, habida cuenta de las abismales diferencias que
suelen presentarse entre unos y otros, tan protuberantes y marcadas que casi
podríamos postular la osada tesis según la cual el mayor reconocimiento
normativo de los derechos va en dirección diametralmente opuesta a la plena
vigencia de ellos.
Ante todo, y como quiera que las
categorías de análisis, hoy más que ayer, se ubican generalmente en el campo de
las teorías liberales, es decir la exégesis que riñe permanentemente con la
maestra vida, es notorio el hecho de que no suelen adoptarse como objeto de
estudio las contradicciones antagónicas entre las formalidades del derecho y la
realidad social o material de los pueblos, lo que conduce a despojar de
contenido crítico circunstanciado toda aproximación al tema, reduciendo estas a
meros escarceos sobre el inciso, el parágrafo y el artículo; en el mejor de los
casos se adelantan estudios comparados entre la norma en cuestión y la Constitución
respectiva, y contra ese definitivo límite doctrinal chocará todo intento de
hacer coincidir el articulado con la vida, y no a la inversa.
Pero, ¿qué secreto mecanismo es el
responsable de esa disyuntiva leyes/vida, latente en la médula de casi todos los
conflictos sociales contemporáneos? La Constitución colombiana de 1991, pródiga en
recetas para el bienestar común cuya futilidad ha quedado de presente en estas
décadas, sin ser la única en su estilo muestra sin embargo suficientes
elementos para comprenderlo. Trataremos entonces, a lo largo de estas páginas,
de mostrar cómo nuestra Carta Fundamental, también llamada Constitución de la Paz, contiene en sí misma las
ambivalencias que, en punto a la vigencia y garantía de los derechos humanos,
la tornan esclerótica e inane, subyugada por prioridades internas superiores,
como el modelo económico existente, del cual aquella se convierte en mera
celestina; de paso, trataremos de mostrar también cómo no es esta una tendencia
original de la legislación colombiana, sino el resultado de acomodamientos y
reajustes ocurridos en el mundo real -la producción, distribución y consumo de
bienes y servicios- en casi toda América Latina, para no abandonar el
patio.
METODOLOGÍA.
Las hipótesis principales de este
trabajo presumen que, a) la ola de
reformas estructurales en los países del continente obedeció a designios e
intereses ubicados en la metrópoli dominante y no siempre, ni siquiera
principalmente, a sus propias agendas e intereses nacionales, y, b) por
pertenecer esos designios al ámbito de las prioridades económicas los derechos
humanos aparecen subordinados a estas; nos apoyamos ello en una rápida
observación de los aconteceres constitucionales de la región en el periodo dicho,
demostrando que no obstante las obvias diferencias situacionales de cada país
hubo un elemento unificador, o cordón umbilical, que uniformó los destinos
continentales en punto a sus ejercicios reformistas. Por este camino podremos
sustentar lo mencionado arriba, es decir que los programas y estrategias
nacionales se supeditan siempre a imposiciones abiertas o veladas de las
transnacionales, representadas en el gobierno y otras agencias de los Estados
Unidos, para arribar luego a la conclusión según la cual, en el caso particular
de Colombia, existe una contradicción hasta ahora insalvable entre la vigencia
del Estado Social de Derecho previsto en la Constitución del 91,
con su carga garantista de los Derechos Humanos, y el contenido neoliberal de
la misma en cuanto al modelo económico impuesto, con su carga de
privatizaciones, desregulación y todo lo que ello implica.
LA CUESTIÓN.
Los
años noventa: crisis de los modelos institucionales imperantes
La introducción del capitalismo en la
otrora poderosa y disuasiva Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, -Urss-
su posterior desmembramiento y el secuencial derrumbamiento del campo
socialista, bloque de poder opuesto al imperio norteamericano, todo ello
ocurrido con pena y sin gloria -si se le compara con las sangrientas, dolorosas
y prolongadas luchas adelantadas para
derribar a los regímenes clasistas contemporáneos o arcaicos-, constituyó el
penúltimo obstáculo para la reconquista del poder político/militar mundial por
parte de las fuerzas reaccionarias pro capitalistas -el último, la tenaz
resistencia organizada del movimiento obrero internacional, habría de ser
removido a sangre y fuego, principalmente, pero también por sustracción de
materia a causa de la des-regulación laboral y la des-industrialización
simultánea-; se inició así la feroz revancha social contra las principales
conquistas sociales y económicas del mundo del trabajo obtenidas en los últimos
cien años, se introdujeron cambios en el papel del Estado para que este
interviniera sólo en función del gran capital y, en estas circunstancias, el
sector considerado más débil en la cadena productiva, los trabajadores y
trabajadoras del campo, la ciudad, la academia, la ciencia, el arte y la
cultura, fue puesto a merced de la voracidad propia del eslabón más fuerte.
Era obvio, en esta dinámica, que las
constituciones, heredadas casi todas del siglo xix y en alguna medida sensibles
a esas conquistas sociales acogiendo en su seno criterios como los derechos
laborales, la independencia nacional, el crecimiento económico hacia adentro y
otros numerosos conceptos propios del Estado de Bienestar -conjunto de
instituciones y esquemas que en este Continente podrían denominarse como el
modelo de la Cepal-,
resultaban ya estrechas para adaptarse a las nuevas necesidades -y
posibilidades, sobre todo- del gran capital, que incorporaba a sus esquemas de
trabajo todo un vademécum de contra-reformas regresivas expresadas como
apertura de mercados, flexibilización laboral, reducción del Estado,
desregulación económica, privatización de activos públicos productivos como la energía
eléctrica y las telecomunicaciones, y finalmente la mercantilización de
funciones/derechos como la seguridad social y la educación superior, para
mencionar las áreas más sensibles, cuya esencia es facilitar los negocios de
capitalistas tradicionales y emergentes, mejorar la competitividad, aumentar
los márgenes de utilidad por el camino reducir los costos laborales, todo ello presuntamente
dirigido a estimular las inversiones y atraer el capital extranjero.
Sin embargo, al tiempo actuaban en el
escenario otras fuerzas, los movimientos sociales y políticos de oposición o
alternativos, que por diversos medios disputaban al establecimiento la
conducción del país y formulaban sus propias propuestas de desarrollo,
resistían las contrarreformas regresivas y en más de una ocasión amenazaron
seriamente la estabilidad del régimen, bien por la vía electoral -opción más fácil
de capear mediante el simple expediente del fraude- o por las otras; estas
fuerzas, que sin ser mayoritarias mantenían no obstante un alto nivel de lucha
y gozaban de reconocimiento ciudadano, también reclamaban cambios sustanciales
en el statu quo, y si bien no era su prioridad la modificación de la Carta -comprensivas como
eran de la dicotomía planteada al principio- sí exigían en cambio reformas
profundas y no solo maquillajes, aunque desde luego el sentido de sus reclamos
era totalmente distinto y casi siempre contrapuesto al rumbo que al país
querían imprimirle las fuerzas de la alianza hegemónica gobernante. De esta manera,
entonces, se configuró una situación semejante a la descrita en su momento y
circunstancias por el teórico revolucionario Lenin, cuya síntesis es que ni los
de arriba pueden, ni los y las de abajo quieren, mantener la misma estructura
de dominación.
Es este el marco general de la época
-últimos 20 años del siglo xx- en que, como afirma Valadés, se produjeron
reformas constitucionales significativas en por lo menos 79 países, algo así
como la mitad de los Estados miembro de las Naciones Unidas. Que este periodo
de modificaciones coincida con el hundimiento del denominado campo socialista, el
advenimiento en el mundo de la actual unipolaridad nuclear (Alfredo
Jaife-Rahme,) dominante y la imposición por bombarderos de la globalización
económico/financiera de estirpe neoclásica, no es una mera coincidencia sino
más bien el resultado -con muy pocas excepciones en las que los procesos
estuvieron determinados por movimientos populares o tendencias progresistas- de
una nueva correlación de fuerzas a nivel planetario, que por supuesto exigía los
ajustes estructurales necesarios para mejor usufructuar, desde el bloque de
poder supranacional, las nuevas
realidades; en esta hecatombe involutiva de la historia se vienen presentando, claro
está, calificadas víctimas, en sentido institucional,
como la noción de soberanía nacional -fundamento de toda arquitectura
republicana-; la soberanía popular -base para las modernas construcciones
democráticas-; el Estado de Bienestar -condición para el progreso sostenible- y
muchas otras, emblemáticas figuras del arduo camino seguido por la humanidad
para instaurar y consolidar Estados, países, naciones, legislaciones,
jurisprudencias y otros conceptos, desde
la herencia greco/romana hasta nuestros días pasando por el renacimiento, la
ilustración y la modernidad, estadios todos ellos decisorios en la
configuración de los perfiles estatales, constitucionales y legales que, en
términos generales, para bien o para mal, en mayor o menor medida, permitieron
el progreso de las sociedades durante siglos.
Ahora bien: hasta 1989, cuando comenzó
a horadarse en gran escala el que se aparentaba sólido edificio del socialismo
real con la poderosa Urss a la cabeza, el constitucionalismo era percibido como
una ocupación propia de personas expertas sin que se viera clara, al menos para
las grandes mayorías desposeídas, su relación con la vida cotidiana; al fin y
al cabo, los años 60, 70 y comienzos de los 80 del siglo pasado habían asistido
a multitudinarias, ruidosas y permanentes revoluciones sociales y políticas que
arrasaban con lo establecido y, claro, la primera víctima -si así puede
llamarse a quien de alguna manera victimaba- eran los ordenamientos jurídicos,
las constituciones, que en el mejor de los casos pasaban a ser piezas de museo,
habida cuenta de que, ahora sí, comenzaba la era del predominio de la realidad
sobre la formalidad, es decir que en adelante se legislaría de facto, sobre la
marcha, atendiendo a las circunstancias de apremio que la vida misma iba colocando
sobre el tapete. En los países del bloque socialista, que junto al movimiento
obrero internacional y los movimientos de liberación nacional -eran los
estertores finales del vergonzoso sistema colonial mundial- lideraban sin duda
alguna la marcha de los sucesos, poca actividad en los terrenos de la teoría
constitucional o de la filosofía del derecho era observable, por cuanto la premisa
central de su doctrina concebía al Estado y su andamiaje jurídico/institucional
como sucesos históricos, es decir que no habían existido ni existirían por
siempre, siendo en tal medida transitorios,
que habrían de ceder su predominio a favor de un derecho natural de estirpe
diferente al juis-naturalismo, en tanto que el nuevo orden estaría basado en el
consenso -instancia superior al Contrato Social, en ese esquema-, posible a la
vez debido a la paulatina extinción de las diferencias de clase social por la
desaparición de la propiedad privada sobre los medios de producción, y con
ellas de su enfrentamiento mutuo, lo que finalmente haría inoficiosa toda
disposición distinta a la auto regulación individual y colectiva. Por supuesto
que semejante fórmula, teóricamente correcta pero incapaz de trazar
prospectivas para escenarios distintos u opuestos al imaginado -que luego revelaría
dramáticamente también su incapacidad para garantizar la estabilidad del
régimen-, no ofrecía suficiente estímulo para una labor intelectual o académica
en el campo del derecho, disciplina que en el rigor de la teoría marxista,
fundamento conceptual de esas democracias populares, no debería hacer cosa
distinta que estampar en normas positivas el decurso de la vida, en este caso
los logros del sistema. Resumiendo, se puede afirmar que jamás se pensó, en el
socialismo, que el camino para el reconocimiento o imperio de un derecho era la
expedición de una norma positiva sino al contrario: todo avance social o
político del Estado se estandarizaba posteriormente mediante su introducción en
el Corpus Jurídico; no tenían ni el derecho ni su manifestación reglada, en
este orden de ideas, el poder regulatorio, inspirador y conductor que se le
suele atribuir en la civilización del libre mercado. También aquí podríamos
decir que el postulado es correcto e ideal, pero en el diario vivir condujo a
que la intelectualidad y la academia marxistas, por decirlo así, no ejecutaran
ese movimiento de la razón y del espíritu que les condujera a pensarse el mundo
en la perspectiva institucional, es decir avizorar el futuro, anticipar las
dinámicas sociales en términos del derecho, del constitucionalismo no ya como
una simple técnica fría y rígida sino como una ciencia social.
Esta circunstancia, por supuesto
desgraciada pero plenamente coherente con la doctrina que le daba origen,
conduciría en los años del post socialismo a una curiosa situación -por
quitarle el hálito de tragedia que la cubre-, consistente en que una formación
económico/social en cuyos marcos llegó a vivir no hace siglos, sino ayer nada
más, la tercera parte de la humanidad, no legó a esta ninguna herencia
constitucional de envergadura, ningún aporte considerable en el mundo del
derecho, digno de análisis y de adopción crítica, razón por la cual todo el
acervo jurídico que hoy nos acompaña ha sido elaborado en condiciones del
capitalismo, producido por hombres y mujeres entre quienes habrá sin duda
personas brillantes, con amor por la humanidad, probablemente, pero
irremediablemente determinados/as por las condiciones materiales, sociales y
espirituales creadas por esta forma de organización social. Al fin y al cabo,
también es de estirpe marxista la premisa según la cual es la existencia la que
crea la conciencia, aunque al interior de ese marco de existencia surjan
también las ideas germinales de una nueva sociedad.
Así las cosas, el fenómeno globalizador
a ultranza encontró a la humanidad progresista, sinceramente democrática, casi
que en condiciones de indefensión en materia de teorías y formas
constitucionales de avanzada: si bien el mismo Valadés hace un vistoso repaso
de las altas personalidades que en México animan la discusión y el ejercicio
académicos en el campo del derecho, lista que podría ser nutrida hasta el
infinito con practicantes de otros países del continente, enfrentamos por lo
menos dos problemas, de enorme magnitud en la tarea de poner el derecho
constitucional en sintonía con los dolores de este mundo: a) la debilidad
estructural de los proyectos constitucionales alternativos, progresistas y
democráticos, y, b) la acuciosidad de los verdaderos poderes en las sociedades
contemporáneas, el gran capital nacional o transnacional con sus arsenales
nucleares -único sostén del statu quo a escala planetaria, dice de Sousa Santos-,
poco inclinados a la transacción o el debate y muy dados a la imposición.
Por ello, en tanto los círculos académicos
discuten las reformas necesarias en un país determinado, ya la dinámica
económica global ha trazado rumbos diferentes, que hacen inoficioso el
ejercicio o la propuesta inmediatamente anterior, como señala Boaventura De
Sousa Santos al constatar que el neoliberalismo globalizador hizo del derecho
fácil presa de las multinacionales, implantando un esquema movedizo que pendularmente
va de lo legal a lo ilegal, según los intereses geoestratégicos de la
dominación y con la mirada pasiva e impotente de las legislaciones internas y
sus agentes en los países/objeto. Esto ocurre mientras los pueblos de América
Latina no logran aún establecer plenamente las formas constitucionales más
acordes con sus realidades, y mientras, como en el caso de Colombia, ni siquiera
se ha desplegado todo el contenido garantista de la carta cuando ya el
conservadurismo y la nueva derecha constitucional impusieron contrarreformas
regresivas a su articulado, y están logrando por vía del “Estado de opinión”,
engendro del uribismo “jurisprudencial”, severos retrocesos en su espíritu. Podemos
comprobar este aserto siguiendo a Marsitella Svampa, rigurosa y comprometida
investigadora rioplatense, y trayendo a colación el caso de la explotación
minera en gran escala y a cielo abierto, no solo en nuestro país sino a nivel continental:
cuando esta actividad venía siendo cuestionada duramente por la sociedad y no
solo por el activismo ambientalista; y cuando se creía que estábamos a punto de
lograr reglamentaciones severas, que la hicieran casi imposible debido a la
inmensa amenaza que constituye en todos lo órdenes, resulta que es ahora una
segunda fase en el modelo económico neoliberal, complementaria de la oleada
original de los noventa, que ha traído consigo una “devastación institucional”,
dice ella, ya que requiere de un marco jurídico ampliamente favorable a la
explotación ilimitada.
Episodios actuales en nuestro país
confirman, desafortunadamente, las tesis de esta autora: en donde hoy se
construye la pomposa y amenazadora represa del Quimbo, territorio del Huila,
desde hace varias décadas se adelantaban explotaciones mineras, unas
artesanales y otras no tanto, pero en todo caso a cargo de gentes de la región;
el gobierno, con el pretexto de la protección ambiental por encontrarse las minas
y el área en zona de protección boscosa, expidió el año pasado un decreto
prohibiendo estas explotaciones, pero en cambio firmó un contrato con la
multinacional Emgesa, hispano/canadiense, para un megaproyecto cuyas primeras
repercusiones funestas fueron el desalojo de la población originaria, por un
lado, y la desviación nada menos que del río Magdalena; ¿no es este un típico
caso de legislación a favor de los poderosos, en este caso extranjeros, para
más señas? así, ¿adónde va a parar el ejercicio académico institucionalista?
Peor aún: recientemente fue aprobada
en el congreso, “sin quitarle una coma” al proyecto original del gobierno, una
reforma de la justicia cuyo contenido no solo es reaccionario sino francamente
garante de impunidad en los crímenes de lesa humanidad cometidos en ejercicio
de la parapolítica; sobre los alcances de este engendro había advertido en la
revista Semana la columnista María Jimena Duzán, señalando que la misma
cerraría de una vez por todas la posibilidad de castigo para criminales,
terratenientes y multinacionales que habían ejecutado y/o financiado esa
barbarie, y mostrando de paso cómo el establecimiento venía tomando medidas en
esa dirección, como la supresión de la Fiscalía 8 de Medellín que llevaba el
proceso contra Chiquita Brands por hechos relacionados que, incluso, le habían
significado una condena en los Estados Unidos pero que en Colombia fueron
precluidos por la Fiscalía que heredó el proceso. Es este un claro ejemplo de
cómo, en esta histórica puja entre la democracia y el mercado va ganando este
último ya que estas decisiones judiciales pueden interpretarse como la
“confianza inversionista” que tanto se proclama en los últimos años, triunfo
del mercado cuya máxima expresión es la entrada en vigencia del Tratado de
Libre Comercio con los Estados Unidos, de consecuencias no ignoradas contra la
producción nacional.
Pero tal vez la más
grave de todas estas gabelas es la ampliación del periodo de los magistrados de
ocho a 12 años y la ampliación de la edad de retiro forzoso a los 70 años. Con
esta decisión se le da un golpe mortal al sistema de pesos y contrapesos que
estableció la Constitución del 91.
Pero volvamos al comienzo, para acercarnos
a una conclusión: son indudables los avances derivados del acuerdo político
-generosa convergencia de voluntades- que condujo a la expedición y entrada en
vigencia de la Constitución de 1991, así como el significativo impacto de ella
en asuntos como la democratización del Estado, la modernización de sus
instituciones y, lo más importante, el vigoroso impulso a la germinación de una
cultura democrática entre la ciudadanía media del país. Es indudable también,
sin embargo, que algunas de las principales conquistas democráticas alcanzadas
en la Carta (desde su preámbulo hasta cierto articulado específico que remite a
escenarios, procedimientos e instancias progresistas), no han tenido mayor
desarrollo legal ni ganado espacio político/social y que, por el contrario, los
embates contra reformistas agenciados por
influyentes sectores reaccionarios han logrado imponer retrocesos. Por
ello, una mirada retrospectiva sobre el devenir de la Carta en sus primeros 20
años conduce necesariamente al intento de
identificar algunas aspiraciones truncadas, la mayoría de ellas,
curiosamente, en detrimento de los sectores populares, quienes mayores
expectativas y esperanzas habían puesto en la histórica reforma.
Las deliberaciones y trasunto de la
Asamblea tuvieron alcances extendidos más allá del recinto que la acogía; el
ambiente de inusitada movilización ciudadana originario del magno
acontecimiento se mantuvo durante sus sesiones y aún se exacerbó, entre otras
razones por iniciativa de sus integrantes quienes consideraban necesario
mantener expectante a la ciudadanía para, en un momento dado, presionar esta o
aquella decisión u oponerse a esta o a aquella tentativa. Tan elevado clima de
civilidad y participación ciudadana, difícilmente logrado en otros momentos de
la vida nacional en asuntos de tal naturaleza, se confirma al observar que
tanto las agrupaciones guerrilleras recién desmovilizadas -y en buena medida
inspiradoras de la Asamblea-, como diversos grupos poblacionales minoritarios
tradicionalmente excluidos (indígenas, mujeres, religiones distintas del
catolicismo, entre muchos otros), presentaron ante la Asamblea, para su
consideración, debate y aprobación, numerosas iniciativas y demandas de
distinta índole, muchas de ellas recogidas en el espíritu o la letra del
ordenamiento jurídico así forjado. El resultado de la espontánea consulta ciudadana,
que en la práctica operó a lo largo del proceso como una suerte de Cabildo
Abierto permanente, no podía ser
distinto: una Constitución moderna y
democrática, inspirada en una nueva concepción ideológica, con abundantes
normativas garantistas y nuevas instituciones jurídicas, conquistas de las que
podemos hacer el siguiente apretado resumen:
*La soberanía popular, invocada desde
el preámbulo mismo de la Carta y, por ello mismo, ineludible para dirimir
controversias interpretativas.
*La
tajante y clara separación de ámbitos operativos entre la Iglesia y el Estado,
y por tanto la reafirmación del carácter laico, no confesional, de nuestras
instituciones.
*La
caracterización del Estado colombiano como Social de Derecho, formulación que
nivela en materia de importancia y prioridad los asuntos exegéticos con los
problemas de la gente, los deberes con los derechos.
*La
consagración expresa, a lo largo de su articulado, de un amplio catálogo de Derechos Humanos, casi la
totalidad de la Declaración Universal de 1948.
*La
introducción en el corpus jurídico de nuevos mecanismos para hacer efectivos
los derechos, estableciendo así severos límites al poder del Estado.
*La
discriminación positiva a favor de grupos vulnerables, marginados o en
situación de debilidad manifiesta, como garantía de la igualdad real y
efectiva, no solamente formal, de sus derechos.
*El
tránsito desde la democracia representativa hacia la democracia participativa,
para lo cual se introdujeron innumerables mecanismos de autogestión y control
ciudadanos.
*La
definitiva supresión de la figura del Estado de Sitio, vergonzosa herencia del
siglo XIX y marca indeleble del atraso durante el XX.
*El
reconocimiento, en la letra y el espíritu, del carácter pluriétnico,
multicultural y pluralista de Colombia en lo político/ideológico, valorando la
diversidad y la diferencia como fortalezas nacionales.
*El pluralismo jurídico, coexistencia del derecho
tradicional, privativo del Estado, con nuevos mecanismos alternos como la
Justicia de Paz, la Jurisdicción Indígena, los Consejos Comunitarios de
población afro y la Conciliación en Equidad.
*Por
sobre todo, la creación de la Corte Constitucional, llamada a jugar un decisivo
papel, como se ha mostrado a lo largo de estos años, en la defensa de la
institucionalidad democrática y de las garantías ciudadanas.
En
fin, como puede apreciarse en este incompleto resumen, la Constitución del
1991, resultante como era del puro crisol nacional en un contexto de crisis
generalizada y agobiante, acertó en la búsqueda de caminos para la superación
de ese estado de cosas. Para ello, y como era de esperarse dado el diagnóstico
precedente, amplió las libertades y los derechos ciudadanos, reconoció valores
como el pluralismo y la tolerancia, se pronunció y obró contra las
restricciones arbitrarias y contra la exclusión, estimuló la participación y el
fortalecimiento del tejido social, desestimó el individualismo y fomentó en
cambio la solidaridad; en una palabra, trató de eliminar los atavismos
autoritarios y fortalecer, en cambio, la cultura y la práctica de la
democracia.
Ello explica la embriagante euforia que, justificadamente,
invadió a la sociedad colombiana en su conjunto pero, dentro de ella y
principalmente, a los grupos tradicionalmente excluidos, discriminados y/o
perseguidos, así como a los sectores de opinión altamente sensibilizados frente
a los valores de la democracia y la civilidad; no era para menos pues el texto
aprobado, casi se puede afirmar, no dejaba cabo suelto en la ruta hacia el
bienestar y el predominio de los derechos. Se entendía, claro está, que los
problemas no tendrían solución inmediata, y que el camino sería arduo para
aclimatar el nuevo espíritu de concordia nacional, pero existía consenso en
considerar que al menos la normativa adoptada había satisfecho todas las
expectativas creadas. La historia de los países en general, pero con mucho más
rigor la del nuestro, nos enseña que la sociedad, la ciudadanía, la gente del
común, suele confiar en que los problemas se resuelven por medio de Reformas
Constitucionales, o en todo caso con la expedición de leyes y otros
instrumentos legales. Esta tradición, aupada por la clase dominante mediante el
ardid denominado ilusionismo constitucional, tuvo su momento cumbre en el caso
que nos ocupa cuando, tal vez por la profunda crisis que rodeó sus pormenores,
tuvo la virtud -porque así se debe calificar su impacto en la sociedad- de
generar demasiadas expectativas sobre sus posibilidades reales en la vida;
sobre todo, se creó exagerada confianza -del tamaño del anhelo, ciertamente- en
sus alcances y posibilidades para
alcanzar la tan esquiva paz, al menos
entendida como el silenciar de los fusiles, y hasta para lograr el cambio en
las costumbres políticas y frenar la corrupción.
Pues así habría podido ser, desde luego, pero en los análisis
originaban esa euforia, o en la simple información que la gente recibía
diariamente, faltaba por lo general el
elemento amenaza para completar el cuadro Dofa de la Carta: la labor de zapa
que contra el nuevo orden adelantaban desde siempre quienes también desde
siempre se opusieron a él. Con nombres propios, aunque reducidos casi a la nada
en esos tiempos -ganarían mayor protagonismo después, en pleno imperio de las
mafias y del paramilitarismo, su ahijado-, se encontraban al acecho gentes como
Plinio Apuleyo Mendoza, Fernando Londoño Hoyos, Álvaro Uribe Vélez, José
Obdulio Gaviria y otros nombres hoy casi todos “prontuariados” que aún siguen
alineados en la matrera conspiración. Desde sus púlpitos laicos y con un pie en
los cuarteles condenaban a la criatura sin permitirle dar los primeros pasos,
persuadidos como estaban de que, por reducida que fuese la esfera de los
cambios en vislumbre, era en todo caso superior al destino que estas voces le
reservaban al país: nada más que el mantenimiento y profundización de los
privilegios, con su inevitable corolario de arbitrariedades y abusos del Estado
contra la población civil.
Pero la verdadera amenaza era el propio texto que en su entropía
había introducido, junto a las conquistas celebradas, el germen de sus propias
contradicciones y de su autodestrucción, pues al tiempo que prospectaba la
sociedad con su amplio catálogo de garantías había estampado también, en
insoportable ambivalencia, permisividad frente a modelos económicos y medidas administrativas de marcada estirpe
neoclásica, proclives a la privatización de lo público rentable y estratégico y
favorables al capital privado. Se entronizaban así los principios de la que
Uribe y su cohorte darían en llamar, una vez restablecidos del susto, la
confianza inversionista, convertida en el fucú de la nación y de cualquier
proyecto progresista.
Sobrevino pues lo inevitable: no bien entrada en vigencia la
prometedora Carta ciudadana, se desató contra ella la más tremenda ofensiva,
orientada inicialmente a impedir su aplicación y enseguida a desmontarla. Los
primeros en acometer la sucia y coordinada tarea fueron las bandas
paramilitares de base mafiosa quienes, al fracasar en su intento de refundar el
Estado, aferrados al espíritu de la Regeneración, decidieron embarcarse en la
aventura de lo que en nuestros días se ha dado en llamar “captura instrumental
del Estado”, en sus espacios local y regional, sobre todo, mediante alianzas
con grupos y personas de la política en esas regiones, y burócratas del
establecimiento.
CONCLUSIONES
Son
indudables los avances que significó la Carta política concebida en el seno de
la Asamblea Nacional Constituyente, pero igualmente son muchos los campos de su
geografía que han quedado desiertos ya sea por ausencia de los necesarios
desarrollos legislativos o jurisprudenciales o simplemente por falta de
voluntad política, tesis en cuyo respaldo presentamos el siguiente resumen de
asuntos pendientes:
*La
tensión más fuerte de la Constitución es la que enfrenta a las promesas
derivadas del texto, contenidas en la formulación Estado Social de Derecho, con
las realidades que impone la vigencia de las políticas económicas neoliberales.
En este sentido, los últimos ajustes como la aprobación de la Regla de
Sostenibilidad Fiscal inclinan mucho más la balanza hacia el predominio del
mercado sobre las personas.
*Aunque
la Carta del 91 fue llamada la Constitución de la Paz, pues tenía origen en
desmovilizaciones y aspiraba a completar la tarea por el camino de la
reconciliación y el diálogo, lo cierto es que durante el gobierno de Uribe el
país retrocedió enormemente en esta materia, pues los dos periodos de este
mandatario fueron de guerra abierta sin posibilidad alguna de alcanzar la paz.
*En
lugar de que el paramilitarismo, criatura del Estado como queda visto, fuera
castigado según el ordenamiento legal, se le rodeó de impunidad y se le dio
marcado protagonismo sobre todo en los gobiernos de Uribe.
*La
pobreza y la exclusión de ella derivada han crecido desproporcionadamente, al
lado de una mayor concentración de la riqueza hasta hacernos hoy el país más
desigual del mundo. En este sentido, decisiones con base en las permisividades
de la Carta, como la privatización de la salud, de la educación y de los
servicios públicos esenciales, incidirán gravemente.
*En
cuanto a la participación ciudadana, piedra angular de toda reforma
progresista, se crearon numerosas instancias, hasta el punto de poder hablar de
saturación de ellas, pero los ámbitos decisorios son muy limitados y no pasan
de ser instancias consultivas, lo que ha desestimulado su utilización.
*Las
comunidades indígenas y afro colombianas, en cuyo respaldo se produjeron
importantes desarrollos normativos y jurisprudenciales, siguen siendo sin
embargo víctimas de desplazamiento, despojos y situaciones insoportables de
hambre y toda clase de carencias. Hoy, cuando se creía que la Ley de víctimas y
restitución de tierras habría de significar una segunda oportunidad para ellas,
vemos con pavor el asesinato de sus líderes y liderezas, en plena impunidad.
*Finalmente,
la crisis de la justicia continúa imparable, lo que la aleja de la ciudadanía y
amenaza con hacer colapsar las instituciones, entre otras razones por la
creciente impunidad, la carencia de presupuesto y el estancamiento de los
modelos alternativos de justicia, por falta de apoyo estatal.
Hasta
dónde y hasta cuándo resistirá el país estas tensiones es algo que solo el
tiempo lo dirá, pero no deberíamos permitir que este pasara sin nuestra
incidencia directa. Por ejemplo, queremos enunciar tres temas en torno a los
cuales gira buena parte del interés nacional y también el sentido fundamental
de la controversia ideológica y de la acción política; la manera como el
gobierno -y las fuerzas políticas en general- encaren estas cuestiones y las
gestionen en sentido progresista, con marcado sesgo democrático, reformador,
determinará el rumbo inmediato de este país:
1)
La guerra o la paz. Ha fracasado la política de Seguridad Democrática en
su propósito de liquidar o reducir al
mínimo a la guerrilla, pero en cambio ha
sido exitosa en prohijar la violación sistemática de los Derechos
Humanos y en mantener al país en clima de zozobra, captando de paso,
arbitrariamente, la mayor proporción del presupuesto nacional en detrimento de
las áreas social y productiva. Los hechos sin embargo han puesto de nuevo en la agenda pública no
solo la incuestionable necesidad, pero también la posibilidad, que ahora se
ofrece para retomar los diálogos con la insurgencia sobre bases muy firmes, con
la participación activa de la sociedad civil y con propósitos orientados desde
el comienzo a la desmovilización y el desarme. La actitud de gobiernos vecinos
y hoy amigos, como los de Chávez y Correa, y el reconocimiento de un conflicto
armado en el país, por el lado institucional y el prolongado e indiscriminado
martirio que la guerra representa, son hechos de enorme peso en la decisión de
las partes para reiniciar los diálogos. La guerrilla ha dado buenas señas con las
liberaciones unilaterales de personas retenidas y con las declaraciones de sus
líderes, el congreso ha aprobado la Ley de Víctimas y el marco jurídico para la
paz y el gobierno ha aceptado la existencia del conflicto; ¿qué esperan?
2) La
Ley de Víctimas y restitución de tierras. La aprobación por el Congreso y su posterior
reglamentación constituye un acto de
audacia si se tiene cuenta que el gobierno anterior, cómplice del despojo y de
los crímenes contra el pueblo, hizo todo lo posible por torpedear su gestión y,
en últimas, por despojarla de toda incidencia real progresista. Si el actual
gobierno atiende los reparos que justificadamente vienen planteando las propias
víctimas a través de sus organizaciones, con el apoyo de sectores políticos y
académicos progresistas, será posible contar con una valiosa herramienta para
resarcir al menos en parte el inmenso daño que se ha hecho a más de 4 millones
de personas. Esto debería conducir, entonces, a que el gobierno radicalice su
posición a favor de la restitución de tierras, derrotando a esa extrema derecha
opuesta al proceso, que él mismo ha denunciado. Veríamos aquí confirmada la
percepción, que hasta ahora produce el gobierno, de que ha pasado la hora de
los victimarios y ha llegado la hora de las víctimas.
3) Extranjerización
de la tierra. La nueva y
nociva herramienta de acumulación capitalista, reñida con toda noción de
progreso y desarrollo sostenible, es nada menos que la adquisición de tierras
por parte de países ricos y compañías transnacionales; no es necesario ahondar
mucho en ello para captar la magnitud de los conflictos que derivarán de esta
nueva y regresiva forma de despojo, semejante a los procesos iniciales de
colonización pos ocupación española. Si el congreso de la república no legisla
drásticamente negando toda posibilidad de que Colombia ingrese a dicho frenesí
neo colonizador, no queremos ni imaginarnos lo que pueda ocurrir, en un país en
donde las luchas por la tierra permean todo el acontecer político de los
últimos dos siglos.
Repetimos: ¿hasta cuándo resistirá el país estas
asfixiantes tensiones, que una y otra vez se manifiestan en el horizonte
nacional como sombras amenazadoras? Mejor aún, ¿qué rumbo seguirá el país para
superarlas? Estos interrogantes constituyen verdaderos desafíos para las
fuerzas democráticas, progresistas y alternativas, tanto las preexistentes como
las de reciente aparición tipo Marcha Patriótica, Mane, y algunos gobiernos
locales o regionales. Estos últimos cuentan, al menos, con el estímulo
representado no solo en su larga tradición de lucha interna sino también en los
acontecimientos continentales, que dan cuenta de cambios significativos, rumbos
diferentes y propuestas triunfales; una de ellas, verdadera
centralización/sistematización de esas expresiones, el Foro Social Mundial, con
su persistencia paralela a las “cumbres” del Gran Capital nos está indicando,
una y otra vez, que otro Mundo es posible, y que debemos luchar por él.
BIBLIOGRAFIA
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democracia, Barcelona, Editorial Plaza y Janes.
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Revista semana, artículo: “La
descuartizada” María Jimena Duzán, Sábado 12 Mayo 2012, La Constitución
se nos volvió un papel que se puede reformar en beneficio propio y que puede
ser manipulado por nuestra poderosa clase política.
Abogado,
especialista en Instituciones jurídicas y derecho público, docente de cultura
democrática y formación ciudadana en la Universidad del Valle, Director de la Escuela Ciudadana