lunes, 27 de junio de 2011

Antecedentes y primeros efectos histórico-políticos de la Constitución del 91, Álvaro Sepúlveda Franco

Álvaro Sepúlveda Franco
Álvaro Sepúlveda Franco
Docente de formación ciudadana y cultura democrática, Universidad del Valle.
Director de la Escuela Ciudadana
Fragmento
..La grave crisis de violencia que azotaba a la nación por cuenta del terrorismo urbano, las masacres rurales, los altos índices de  homicidios comunes y del narcotráfico, el paramilitarismo, todo ello sumado a la incapacidad evidente de la clase política para enfrentarla debido al descrédito del bipartidismo liberal/ conservador con el agravante de permanentes escándalos por corrupción y clientelismo, llevó a que un sector del estudiantado proveniente de las capas media y alta de la sociedad se organizara como movimiento gremial e impulsara, ya abierta y públicamente, la idea de que en los próximos comicios, en marzo de 1990, se propusiera al electorado la introducción de una “séptima papeleta” -las otras seis correspondían a las instancias y cuerpos que habrían de elegirse ordinariamente, pues no se utilizaba aún el moderno tarjetón ni estaban separadas las elecciones regionales y locales de las nacionales- que exigiera al ejecutivo la convocatoria e instalación de una Asamblea Nacional Constituyente.
La sociedad en búsqueda de salida a la crisis respondió afirmativamente a este llamado, y se calcula que fueron introducidas en las urnas más de 2 millones de estas papeletas adicionales, lo que se convirtió en una presión de la sociedad civil imposible de ignorar, forzando así al establecimiento, y en primer lugar al gobierno, a que ordene a la Registraduría Nacional que realice formalmente el conteo de votos en torno a la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente en las siguientes elecciones presidenciales. Así ocurrió y en dichas elecciones, realizadas en mayo siguiente, se presentó una significativa votación por el Sí a la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente (5´236.863 votos, equivalentes al 83.6% de la votación).
De modo simultáneo es elegido César Gaviria Trujillo como Presidente de la República, y a pesar de que finalmente tuvo una actuación destacada para el buen suceso de la Constituyente, rodeándola de todas las garantías y facilitando sus deliberaciones, no debemos olvidar que al principio trató de mediatizar el proceso e interferir su autonomía, para lo cual suscribió un marrullero acuerdo político junto a la reacción tradicional y expidió para refrendarlo el tristemente célebre decreto 1926 del 24 de agosto de 1990; este decreto es declarado parcialmente inexequible  por la Corte Suprema de Justicia, la que por el contrario ratifica la vocación plenipotenciaria de la Asamblea en ciernes, recordando el carácter soberano del Constituyente Primario, el cual habría de conformar con sus votos el cuerpo deliberante y decisorio. Una vez más, reiteremos, las Altas Cortes actúan en sentido democrático y progresista, frenando los ímpetus reaccionarios de los sectores políticos y las fuerzas sociales partidarias, sostenedoras y usufructuarias del Statu Quo. En medio de grandes y saludables agitación, controversia y esperanza, como nunca antes había conocido el país, por fin el 9 de diciembre de 1990 se realizaron las elecciones para integrar la Anc, eligiendo en reñida competencia a  70 personas, límite prefijado para ello, de entre un total de 778 candidateadas, ahora sí, por el más amplio y variopinto universo de tendencias políticas, ideológicas y cosmogónicas -participaron grupos de indígenas con su particular visión del mundo- que, en esencia, representaban sobradamente a casi todo el espectro del pensamiento nacional.
Instalada la Asamblea, esta sesionó paralelamente con el Congreso de la República, en llamativa situación que por primera vez se presentaba en la historia nacional y que fue una expresión temprana de lo que hoy se ha dado en llamar choque de trenes. La Asamblea sesionó bajo el asedio de agudas tensiones -provocadas por la vocinglería opositora que anticipadamente descalificaba su origen y deliberaciones y cuestionaba sus resultados-,   por fortuna tramitadas en sentido democrático y civilista, entre el 5 de febrero y el 4 de julio de 1991, para que la nueva Constitución entrara en vigencia al día siguiente, 5 de julio de 1991, fecha memorable para nuestro derrotero institucional sin duda alguna.
Pero las deliberaciones y trasunto de la Asamblea tuvieron lugar mucho más allá de las paredes del recinto que la acogía; lo cierto es que el ambiente de inusitada movilización ciudadana, que había estado en el origen del magno acontecimiento, se mantuvo durante sus sesiones y aún podemos decir que se exacerbó, entre otras razones por iniciativa de sus integrantes en muchos casos, quienes consideraban necesario mantener expectante a la ciudadanía para en un momento dado presionar esta o aquella decisión, u oponerse a esta o a aquella tentativa. Este elevado clima de civilidad y participación ciudadana, difícilmente logrado en otros momentos de la vida nacional en lo que respecta a asuntos de tal naturaleza, se confirma al observar que tanto las agrupaciones guerrilleras recién desmovilizadas -y en buena medida inspiradoras de la Asamblea-, como diversos grupos poblacionales minoritarios tradicionalmente excluidos (indígenas, mujeres, religiones distintas del catolicismo, entre muchos otros), presentaron ante la Asamblea, para su consideración, debate y ojalá aprobación, numerosas iniciativas y demandas de distinta índole, muchas de las cuales hoy están recogidas tanto en el espíritu como en la letra del ordenamiento jurídico así forjado. El resultado de la espontánea consulta ciudadana que en la práctica operó a lo largo del proceso como una suerte de Cabildo Abierto permanente,  no podía ser distinto: una Constitución  moderna y democrática, inspirada en una nueva concepción ideológica, con abundantes normativas garantistas y nuevas instituciones jurídicas, conquistas de las que podemos hacer el siguiente apretado resumen:
*La soberanía popular, invocada desde el preámbulo mismo de la Carta y, por ello mismo, ineludible para dirimir controversias interpretativas.
*La tajante y clara separación de ámbitos operativos entre la Iglesia y el Estado, y por tanto la reafirmación del carácter laico, no confesional, de nuestras instituciones.
*La caracterización del Estado colombiano como Social de Derecho, formulación que nivela en materia de importancia y prioridad los asuntos exegéticos con los problemas de la gente, los deberes con los derechos.
*La consagración expresa, a lo largo de su articulado, de un  amplio catálogo de Derechos Humanos, casi la totalidad de la Declaración Universal de 1948. 
*La introducción en el corpus jurídico de nuevos mecanismos para hacer efectivos los derechos, estableciendo así severos límites al poder del Estado.
*La discriminación positiva a favor de grupos vulnerables, marginados o en situación de debilidad manifiesta, como garantía de la igualdad real y efectiva, no solamente formal.
*El tránsito desde la democracia representativa hacia la democracia participativa, para lo cual se introdujeron innumerables mecanismos de autogestión y control ciudadanos.
*La definitiva supresión de la figura del Estado de Sitio, vergonzosa herencia del siglo XIX y marca indeleble del atraso durante el XX.
*El reconocimiento, tanto en la letra como en el espíritu, del nuestro como un país pluriétnico, multicultural y pluralista en lo político/ideológico, que valora la diversidad y la diferencia como grandes fortalezas nacionales.
*El  pluralismo jurídico, coexistencia del derecho tradicional, privativo del Estado, con nuevos mecanismos alternos populares como la Justicia de Paz, la Jurisdicción Indígena, los Consejos Comunitarios de población afro y la Conciliación en Equidad.
*Por sobre todo, lo más positivamente novedoso en este ensayo fue la creación de instancias como la Corte Constitucional, llamada a jugar un decisivo papel, como se ha mostrado a lo largo de estos años, en la defensa de la institucionalidad democrática y de las garantías ciudadanas.
En este orden de ideas, la opinión pública entera, nacional e internacional, coincidió en que el mayor logro, sin lugar a dudas, lo constituyó la Acción de Tutela, poderoso instrumento que en este tiempo ha mostrado sus extraordinarios alcances; esta herramienta, en manos de la Corte, ha significado la posibilidad real de que la gente de a pie, la gran mayoría nacional, defienda sus derechos hasta el punto de decir que, por ejemplo, en el caso de  la salud, ha salvado numerosas vidas.         
En fin, como puede apreciarse en este incompleto resumen, la Constitución del 1991, resultante como era del puro crisol nacional en un contexto de crisis generalizada y agobiante, acertó en la búsqueda de caminos para la superación de ese estado de cosas. Para ello, y como era de esperarse dado el diagnóstico precedente, amplió las libertades y los derechos ciudadanos, reconoció valores como el pluralismo y la tolerancia, se pronunció y obró contra las restricciones arbitrarias y contra la exclusión, estimuló la participación y el fortalecimiento del tejido social, desestimó el individualismo y fomentó en cambio la solidaridad; en una palabra, la Constitución del 91 trató de eliminar los atavismos autoritarios y fortalecer, en cambio, la cultura y la práctica de la democracia.
Es de imaginarse, hecho el relato anterior, la embriagante euforia que, justificadamente, invadió a la sociedad colombiana en su conjunto pero, dentro de ella y principalmente, a los grupos tradicionalmente excluidos, discriminados y/o perseguidos, así como a los sectores de opinión altamente sensibilizados frente a los valores de la democracia y la civilidad; no era para menos, pues el texto aprobado casi se puede afirmar que no dejaba cabo suelto alguno en la ruta hacia el bienestar y el predominio de los derechos. Se entendía, claro está, que los problemas no tendrían solución inmediata, y que el camino sería arduo para aclimatar el nuevo espíritu de concordia nacional, pero existía consenso en considerar que al menos la normativa adoptada había satisfecho todas las expectativas creadas. La historia de los países en general, pero con mucho más rigor la del nuestro, nos enseña que la sociedad, la ciudadanía, la gente del común, suele confiar en que los problemas se resuelven por medio de Reformas Constitucionales, o en todo caso con la expedición de leyes y otros instrumentos de orden jurídico. Esta tradición, aupada por la clase dominante mediante el ardid denominado ilusionismo constitucional, tuvo su momento cumbre en el caso que nos ocupa cuando, tal vez por la extrema situación de crisis que rodeó sus pormenores, tuvo la virtud -porque así se debe calificar su impacto en la sociedad- de generar demasiadas expectativas sobre sus posibilidades reales en la vida; sobre todo, se creó tal vez exagerada confianza -del tamaño del anhelo, ciertamente- en sus alcances y  posibilidades para alcanzar  la tan esquiva paz, al menos entendida como el silenciar de los fusiles, y en no poca medida también para lograr el cambio en las costumbres políticas y en el freno a la corrupción.
Pues así habría podido ser, desde luego, sino fuera porque en los análisis que daban origen a esa euforia, o en la simple información que la gente recibía diariamente,  faltaba por lo general el elemento amenaza para completar el cuadro Dofa de la Carta: la labor de zapa que contra el nuevo orden adelantaban desde siempre quienes también desde siempre se opusieron  a él. Con nombres propios, aunque reducidos casi a la nada en esos tiempos -ganarían mayor protagonismo después, en pleno imperio de las mafias y del paramilitarismo, su ahijado-, se encontraban al acecho gentes como Plinio Apuleyo Mendoza, Fernando Londoño Hoyos, Álvaro Uribe Vélez, José Obdulio Gaviria y otros nombres hoy borrados de la historia pero que entonces eran parte de la matrera conspiración. Desde sus púlpitos laicos y con un pie en los cuarteles condenaban a la criatura sin permitirle dar los primeros pasos, persuadidos como estaban de que, por reducida que fuese la esfera de los cambios en vislumbre, era en todo caso superior al destino que estas voces le reservaban al país: nada más que el mantenimiento y profundización de los privilegios, con su inevitable corolario de arbitrariedades y abusos del Estado contra la población civil. Para completar la amenaza, el propio texto, en su entropía, había introducido, junto a las conquistas celebradas, el germen de sus propias contradicciones y de su autodestrucción, pues al tiempo que prospectaba la sociedad con su amplio catálogo de garantías había estampado también, en insoportable ambivalencia, permisividad frente a modelos económicos  y medidas administrativas de marcada estirpe neoclásica, proclives a la privatización de lo público rentable y estratégico y favorables al capital privado. Se entronizaban así los principios de la que Uribe y su cohorte darían en llamar, una vez restablecidos del susto, la confianza inversionista, convertida en el fucú de la nación y de cualquier proyecto progresista.  
Sobrevino pues lo inevitable: no bien entrada en vigencia la prometedora Carta ciudadana, se desató contra ella la más tremenda ofensiva, orientada inicialmente a impedir su aplicación y enseguida a desmontarla. Los primeros en acometer la sucia y coordinada tarea fueron las bandas paramilitares de base mafiosa quienes, al fracasar en su intento de refundar el Estado, aferrados al espíritu de la Regeneración, decidieron embarcarse en la aventura de lo que en nuestros días se ha dado en llamar “captura instrumental del Estado” (como lo menciona Luis Jorge Garay), en sus espacios local y regional, sobre todo, mediante alianzas con grupos y personas de la política en esas regiones, y burócratas del establecimiento.
Unos años más tarde, llegó Álvaro Uribe Vélez, quien, por muchas vías, señaló que  su apuesta de Seguridad Democrática inamovible, orientada a derrotar a las guerrillas, exigía unos “dispositivos  y poderes extraordinarios” desmontados por la Constitución de 1991. Se buscó entonces la Reforma progresiva de la nueva Carta y de lo que ella implicaba como forma de gobierno, como nueva cultura política y como forma de participación de los subalternos. Pero, al dificultársele el desmonte de la nueva Constitución, el Gobierno de Uribe optó por el camino del “Todo vale” con tal de derrotar a las Farc. Fue así como habría de tomar forma la “Neo-regeneración”, vale decir, la Segunda República autoritaria de la historia política del país.

CONCLUSIONES
Son indudables los avances que significó la Carta política concebida en el seno de la Asamblea Nacional Constituyente, pero igualmente son muchos los campos de su geografía que han quedado desiertos ya sea por ausencia de los necesarios desarrollos legislativos o jurisprudenciales o simplemente por falta de voluntad política, tesis en cuyo respaldo presentamos el siguiente resumen de asuntos pendientes:
*La tensión más fuerte de la Constitución es la que enfrenta a las promesas derivadas del texto, contenidas en la formulación Estado Social de Derecho, con las realidades que impone la vigencia de las políticas económicas neoliberales. En este sentido, los últimos ajustes como la aprobación de la Regla de Sostenibilidad Fiscal inclinan mucho más la balanza hacia el predominio del mercado sobre las personas.
*Aunque la Carta del 91 fue llamada la Constitución de la Paz, pues tenía origen en desmovilizaciones y aspiraba a completar la tarea por el camino de la reconciliación y el diálogo, lo cierto es que durante el gobierno de Uribe el país retrocedió enormemente en esta materia, pues los dos periodos de este mandatario fueron de guerra abierta sin posibilidad alguna de alcanzar la paz.
*En lugar de que el paramilitarismo, criatura del Estado como queda visto, fuera castigado según el ordenamiento legal, se le rodeó de impunidad y se le dio marcado protagonismo sobre todo en los gobiernos de Uribe.
*La pobreza y la exclusión de ella derivada han crecido desproporcionadamente, al lado de una mayor concentración de la riqueza hasta hacernos hoy el país más desigual del mundo.
*En este sentido, decisiones con base en las permisividades de la Carta, como la privatización de la salud, de la educación y de los servicios públicos esenciales, incidirán gravemente.
*Durante el primer gobierno de Uribe, se reformó el Sistema Nacional de Regalías, lo cual constituye, junto al desmonte gradual del Situado Fiscal, un golpe a las finanzas de las regiones, y en consecuencia a su autonomía.
*En cuanto a la participación ciudadana, piedra angular de toda reforma progresista, se crearon numerosas instancias, hasta el punto de poder hablar de saturación de ellas, pero los ámbitos decisorios son muy limitados y no pasan de ser instancias consultivas, lo que ha desestimulado su utilización.
*Las comunidades indígenas y afrocolombianas, en cuyo respaldo se produjeron importantes desarrollos normativos y jurisprudenciales, siguen siendo sin embargo víctimas de desplazamiento, despojos y situaciones insoportables de hambre y toda clase de carencias.  
*Finalmente, la crisis de la justicia continúa imparable, lo que la aleja de la ciudadanía y amenaza con hacer colapsar las instituciones, entre otras razones por la creciente impunidad, la carencia de presupuesto y el estancamiento de los modelos alternativos de justicia, por falta de apoyo estatal.
Sin embargo, y afortunadamente, todo parece indicar que el actual gobierno de Juan Manuel Santos pretende deslindar campos frente a lo que para el país ha significado el uribismo, hoy absolutamente en evidencia ante la faz del país y del mundo como una etapa no solo de atropellos y violaciones sistemáticas a los Derechos Humanos, sino además del ascenso de la corrupción administrativa hasta niveles inimaginables. Uribe se encuentra más comprometido y sucio que ningún otro gobernante en el país, y cada día estallan nuevos escándalos sobre actuaciones de sus funcionarios y funcionarias en cargos clave del gobierno, como lo demuestra la permanente presencia de los Nule en la casa  de nariño, o los encarcelamientos por el tema Agro Ingreso Seguro.
Juan Manuel Santos, representante de la gran burguesía reformista y modernizadora, sabe muy bien que el rumbo actual conducirá a mayores inestabilidades, y con el fin de garantizar el éxito de los grandes negocios y de las inversiones parece decidido a  ensayar medidas diferenciadoras, tal como en otros años, según hemos visto a lo largo de este escrito, han hecho otros gobernantes en su afán por aumentar la legitimidad y el buen suceso de la economía. No se trata, claro está, de que la sociedad colombiana, en general, ni los sectores populares y democráticos, en particular, sobreestimen los alcances e intenciones del gobierno, pero sí resulta imprescindible hacer una lectura atenta y cuidadosa de la coyuntura, para ver en este maremágnum aparente hasta dónde podemos avanzar en algunas conquistas de índole democrática pero también en su contenido intrínseco, el mejoramiento en las condiciones de vida del pueblo, de las mayorías, sin lo cual ninguna democracia adquiere legitimidad.
En este sentido, creemos que la presencia de Angelino Garzón en el gobierno, inicial y justificadamente vista con el necesario recelo y hasta con clara animadversión por el campo democrático y radical, debe pasar a ser medida por sus actuaciones concretas. Ubicándonos en este terreno, podemos afirmar sin lugar a dudas que su papel ha sido progresista, democratizador, hasta donde lo permiten, claro está, la pervivencia de un  modelo económico y una estructura política excluyentes y nada garantistas. Es también notorio el hecho de que el actual Vicepresidente de la República no es, como en la era de Uribe, un convidado de piedra  ni un comodín que se ajuste a todo, sino un verdadero contrapeso en el ejercicio del poder político frente a los poderes económicos tradicionales. Hasta dónde y hasta cuándo resistirá el país estas tensiones es algo que solo el tiempo lo dirá, pero no deberíamos permitir que este pasara sin nuestra incidencia directa. Por ejemplo, queremos enunciar cinco temas en torno a los cuales gira buena parte del interés nacional y también el sentido fundamental de la controversia ideológica y de la acción política; la manera como el gobierno -y la presencia de Angelino ofrece cierta garantía al respecto- encare estas cuestiones y las lleve a término, en sentido progresista y con marcado sesgo democrático, reformador, determinará la calificación que de él hagamos tanto ahora como en el futuro, y trazará rumbos hacia el progreso o hacia el estancamiento:

1)      La Ley de Víctimas. La presentación de este instrumento para su trámite ante el Congreso constituye un acto de audacia si se tiene cuenta que el gobierno anterior, cómplice del despojo y de los crímenes contra el pueblo, hizo todo lo posible por torpedear su gestión y, en últimas, por despojarla de toda incidencia real progresista. Si el Presidente Santos atiende los reparos que justificadamente vienen planteando las propias víctimas a través de sus organizaciones, con el apoyo de sectores políticos y académicos progresistas, será posible obtener no una ley perfecta, lo cual ni siquiera es una legítima aspiración, pero sí una valiosa herramienta para resarcir al menos en parte el inmenso daño que se ha hecho a más de 4 millones de familias colombianas. Veríamos aquí confirmada la percepción, que hasta ahora produce el gobierno, de que ha pasado la hora de los victimarios y ha llegado la hora de las víctimas.
2)      El Estatuto de Participación Ciudadana. Dado que la Constitución del 91 evolucionó nuestra democracia desde el concepto representativo hacia el participativo, es obvio que el fortalecimiento de este renglón resulta imprescindible para la legitimidad de las instituciones y el buen funcionamiento del país; por ello, los dientes que el gobierno ponga al Proyecto de Ley Estatutaria que está a punto de presentarse al Congreso para su aprobación, proyecto al que estamos contribuyendo conceptual y políticamente en las mesas de trabajo de las regiones, marcará también su intención en torno al trascendental asunto.  Es de Perogrullo que en materia de participación debe ser definitivo el aporte, precisamente, de quienes mostramos interés en el tema.
3)      La corrupción. Sobre este asunto casi no queda nada por decir; es dolorosamente evidente, que como lo ha recordado hace poco el Vicepresidente de la República, y es ya vox pópuli, en Colombia parece resultar más fácil resolver el problema de la guerrilla -con la que algún día habrá que negociar o se desmovilizará de otro modo- que el de la aguda corrupción que padecemos. La decisión con que el actual gobierno enfrente este flagelo, y los resultados que arroje en la tarea, dirán si efectivamente hay un cambio de rumbo o si, por el contrario, como ha ocurrido hasta ahora, hay connivencia oficial con el fenómeno, bien entendido que este se ha utilizado otrora para garantizar lealtades y concitar aplausos del corro.        
4)      Las Bandas criminales. Hay consenso en afirmar en que este concepto oculta y es altamente engañoso sobre el origen, estructura y métodos de las agrupaciones que hoy escandalizan al país con su oleada criminal incesante. Hay consenso también en que este es el nuevo nombre que adoptaron las bandas paramilitares que no se desmovilizaron, lo hicieron a medias o simplemente le están haciendo trampa al Estado, al figurar en los procesos cobijadas por la Ley de Justicia y Paz pero nuevamente en sus andanzas, obedeciendo a criterios de control político y social ahora en los barrios de las ciudades grandes y pequeñas. Finalmente, hay acuerdo en que sin la complicidad de la policía, como otrora ocurrió frente al narcotráfico, sería imposible la operación de esas bandas, que se pasean por todas las ciudades armadas hasta los dientes y en automotores que por sí solos deberían despertar sospechas, se “parchan” tranquilamente en esquinas de los barrios populares y aplican su plan de guerra desembozadamente, exigiendo vacunas e imponiendo su ley del más fuerte, su ley del silencio; identificado como está el fenómeno, hasta el punto de que no puede ya engañar a nadie, no resultará difícil para el Estado y  el gobierno derrotar estas bandas, si media una indeclinable decisión política. Como lo ha dicho el Vicepresidente de la República, debe volcarse contra ellas todo el poder del Estado, y en ello deben poner todo su empeño, también, los gobiernos regionales y locales.  
5)      La guerra o la paz. Ha fracasado la política de Seguridad Democrática en su propósito de liquidar o  reducir al mínimo a la guerrilla, pero en cambio ha  sido exitosa en prohijar la violación sistemática de los Derechos Humanos y en mantener al país en clima de zozobra, captando de paso, arbitrariamente, la mayor proporción del presupuesto nacional en detrimento de las áreas social y productiva. La maestra vida sin embargo  ha puesto de nuevo sobre el tapete no solo la necesidad -que es incuestionable- sino también la posibilidad que ahora se ofrece, como nueva oportunidad, para retomar la senda de los diálogos con la insurgencia sobre bases muy firmes, con la participación activa de la sociedad civil y con propósitos orientados desde el comienzo a la desmovilización y el desarme. La actitud de gobiernos vecinos y hoy amigos, como los de Chávez y Correa, y el reconocimiento de un conflicto armado en el país, por el lado institucional, las nuevas realidades -algunas de ellas inaceptables- del mundo, el prolongado e indiscriminado martirio que la guerra representa, unido a la casi imposibilidad de derrotar militarmente al establecimiento, por el lado de la insurgencia, son hechos de enorme peso en la decisión de las partes para reiniciar los diálogos. La guerrilla ha dado buenas señas con las liberaciones unilaterales de personas retenidas y con las declaraciones de Alfonso Cano, y el gobierno ha respondido positivamente con la Ley de Víctimas y la aceptación del conflicto; ¿qué esperan?   En los primeros 20 años de la que fue llamada en su momento La Constitución de la Paz, la obtención de esta sería el más imperecedero homenaje que podríamos hacerle.
Las cartas están sobre la mesa, y aunque hasta ahora ninguna ha sido jugada por las mayorías -a no ser que se considere una gran carta el acumulado histórico de luchas que para bien o para mal configuran la actual situación política nacional-, no es cosa de salirnos del juego; puede ser que, como ha ocurrido casi siempre, haya cartas marcadas en la contraparte, como esa llamativa pero inquietante Unidad Nacional propuesta por el actual gobierno.
Hemos visto, a lo largo de estas páginas, que tales invocaciones han sido utilizadas tradicionalmente para propósitos de bondad unilateral y aún para volcarlas contra el pueblo. Por eso, la garantía de que ahora no suceda deberá de nuestra participación, si, pero también de nuestra vigilancia, cuya eficacia solo provendrá de la lectura correcta que pedíamos desde hace rato. Pero sobre todo, dependerá de la voluntad política oficial que este nuevo intento por encontrar caminos de progreso no se convierta en una nueva frustración.  ¿Qué pasaría luego?



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